lunes, 10 de febrero de 2014

Los informáticos y la marihuana (1979)

Las personas de hoy —más acomodadas e instruidas que sus padres y situadas ante más elecciones vitales— rehusan, simplemente, ser masificadas. Cuanto más difieren entre sí las personas por lo que se refiere al trabajo que hacen o a los productos que consumen, más exigen ser tratados como indivi­duos... y más resistencia oponen a horarios socialmente impuestos.


Pero a otro nivel se puede detectar el origen de los nuevos y más personaliza­dos ritmos de la tercera ola en una amplia gama de tecnologías que están penetrando en nuestras vidas. Las video-cassettes y grabadoras televisivas, por ejemplo, permiten a los televidentes grabar programas en el momento en que se están emitiendo, y contemplarlos en las ocasiones que quieran. Escribe el columnista Steven Brill: “Dentro de los próximos dos o tres años, la Televisión dejará, probablemente, de imponer los horarios ni aun de los más acérrimos teleadictos.” El poder de las grandes redes de televisión —las NBC, las BBC o las NHK— de sincronizar la audiencia está tocando a su fin.


También el computador está empezando a remoldear nuestros horarios e incluso nuestras concepciones del tiempo. De hecho, es el computador lo que ha hecho posible el horario flexible en grandes organizaciones. En su forma más simple, facilita el complejo entretejimiento de miles de horarios flexibles, personalizados. Pero también altera nuestras pautas de comunicación en el tiempo permitiéndonos acceder a los datos e intercambiarlos tanto “sincrónica­mente” (es decir, simultáneamente) como “asincrónicamente”.


Lo que eso significa queda ilustrado por el creciente número de usuarios de computadores que practican en la actualidad las “conferencias por computador.


Esto permite a un grupo comunicarse con otro por medio de terminales instalados en sus hogares o en sus oficinas. Actualmente, unos 660 científicos, futuristas, planeadores y educadores de varios países sostienen entre sí prolongados debates sobre energía, economía, descentralización o satélites espaciales a través de lo que se conoce con el nombre de Sistema Electrónico de Intercambio de Información. Teleimpresores y pantallas de video instalados en sus hogares y oficinas permiten optar entre comunicación instantánea y comunicación aplazada. Situados a muchas zonas horarias de distancia, cada usuario puede elegir enviar o recuperar datos cuando sea más conveniente. Una persona puede trabajar a las tres de la madrugada si así le apetece. Alternativamente, varias pueden coger línea al mismo tiempo si así lo deciden. Pero el efecto que el computador produce en el tiempo es mucho más profundo, influyendo incluso en la forma en que pensamos acerca de él. El computador introduce un nuevo vocabulario (con términos como “tiempo-real”, por ejemplo) que clarifica, designa y reconceptualiza fenómenos temporales. Empieza a sustituir al reloj como el más importante instrumento marcador del tiempo o fijador del ritmo en la sociedad.


Las operaciones del computador se realizan tan rápidamente, que procesamos de manera rutinaria los datos a través del computador en lo que podría denominarse “tiempo subliminal” —intervalos demasiado breves para que los detecten los sentidos humanos o para que se adapten a ellos los tiempos de facción nerviosa humana—. Tenemos ahora teleimpresores operados por computador capaces de producir entre diez mil y veinte mil líneas por minuto, velocidad más de doscientas veces superior a la que nadie puede utilizar para leerlas, y esto es sólo la parte más lenta de los sistemas de computadores. En un período de veinte años, los científicos de computadores han pasado de hablar en términos de milisegundos (milésimas de segundo) a nanosegundos (milmillonésimas de segundo, una compresión del tiempo que escapa casi a nuestra capacidad imaginativa). Es como si la vida laboral entera de una persona de, por ejemplo, 80.000 horas pagadas —2.000 horas anuales durante cuarenta años— pudiera ser comprimida en el simple lapso de 4,8 minutos. “ Más allá del computador encontramos también otras tecnologías o productos que contribuyen a la desmasificación del tiempo. Drogas que influyen en el estado de ánimo (por no hablar de la marihuana) alteran la percepción del tiempo CD nuestro interior. A medida que vayan apareciendo drogas de este tipo mucho Vas sofisticadas, es probable que, para bien o para mal, incluso nuestro sentido interior del tiempo, nuestra experiencia de duración, se torne más individualizado y menos universalmente compartido.


Durante la civilización de la segunda ola, las máquinas se hallaban toscamente sintonizadas una con otra, y las personas de la cadena de producción eran luego sincronizadas con las máquinas, con todas las innumerables consecuencias socia­les que derivaban de este hecho. En la actualidad, la sincronización de la máquina ha alcanzado niveles tan exquisitamente elevados, y la velocidad de incluso los trabajadores humanos más rápidos resulta, en comparación, tan ridículamente lenta, que se pueden obtener extraordinarios beneficios de la tecnología, no aco­plando trabajadores a la máquina, sino desacoplándolos de ella.


Dicho de otra manera: durante la civilización de la segunda ola, la sincroniza­ción de la máquina encadenaba a los humanos a las aptitudes de la máquina y aprisionaba toda su vida social en un marco común. Así lo hizo, por igual, en las sociedades capitalistas y en las socialistas. Ahora, al hacerse más precisa la sincronización de la máquina, los humanos, en vez de quedar aprisionados, son progresivamente liberados.


Una de las consecuencias psicológicas de esto es un cambio de la puntualidad en nuestras vidas. Nos estamos moviendo ahora de una puntualidad genérica a una puntualidad selectiva o situacional. Llegar a tiempo —como nuestros hijos quizá perciben borrosamente— no significa ya lo que significaba antes.


Como hemos visto, la puntualidad no era terriblemente importante durante la civilización de la primera ola, fundamentalmente porque el trabajo agrícola no era altamente interdependiente. Con la llegada de la segunda ola, el retraso de un trabajador podía dislocar inmediata y dramáticamente el trabajo de muchos otros en la fábrica o la oficina. De ahí la enorme presión cultural para asegurar la puntualidad.


En la actualidad, como la tercera ola trae consigo horarios personalizados, en lugar de horarios universales o masificados, las consecuencias de llegar tarde están menos claras. Llegar tarde puede producir contrariedad a un amigo o un compañero de trabajo, pero sus erectos disruptores sobre la producción, aunque potencialmente graves en ciertos puestos, van siendo cada vez menos evidentes. Resulta más difícil — especialmente a los jóvenes — distinguir cuándo es realmen­te importante la puntualidad y cuándo es exigida por la simple fuerza de la costumbre, la cortesía o el ritual. La puntualidad continúa siendo vital en algunas situaciones; pero, a medida que se extiende el computador y la gente tiene posibilidad de acoplarse a ciclos horarios distintos, disminuye el número de trabajadores cuya eficacia depende de ella.


El resultado es menos presión para que se llegue “a tiempo” y la difusión entre los jóvenes de actitudes más despreocupadas con relación al tiempo. La puntualidad, como la moralidad, se torna situacional.





En resumen: a medida que avanza la tercera ola, desafiando la vieja forma industrial de hacer las cosas, cambia la relación con el tiempo de la civilización entera. Está desapareciendo la vieja sincronización mecánica que destruía tanto de la espontaneidad y la alegría de vivir y simbolizaba virtualmente la segunda ola. Los jóvenes que rechazan el régimen “de nueve a cinco”, que son indiferentes a la puntualidad clásica, quizá no comprendan por qué se compor­tan como lo hacen. Pero el tiempo mismo ha cambiado en el “mundo real”, y, junto con él, nosotros hemos cambiado las reglas básicas que antaño nos regían.







Alvin Toffler (1979)

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